Santa Misa por los Benefactores de la Custodia de Tierra Santa | Jerusalén
2021-02-15 08:14:29
15 febrero 2021 – 600 años de la institución de los comisarios de TS
Lecturas: Hch 10,34a.37-43; Col 3,1-4; Jn 20,1-9
Testigos de Jesús Resucitado, testigos de la esperanza
1. Excelencia, queridísimos hermanos y hermanas, ¡la paz del Señor esté con vosotros! Un saludo especial a todos los que nos siguen a través del Christian Media Center. En esta celebración eucarística queremos expresar nuestro agradecimiento al Señor por el servicio de los comisarios de Tierra Santa, que después de 600 años de su institución por el papa Martín V, como nos ha escrito el papa Francisco, realizan un servicio “siempre actual, el de apoyar, promover y dar valor a la misión de la Custodia de Tierra Santa, haciendo posible una red de relaciones eclesiales, espirituales y caritativas que tienen como foco principal la tierra donde vivió Jesús” (papa Francisco al Custodio de Tierra Santa, 2 febrero 2021).
2. En esta celebración queremos también rezar de manera especial por el Santo Padre, que se interesa por esta misión como también lo hicieron sus predecesores a lo largo de los siglos. Los pontífices siempre han alentado nuestra misión, desde la época de San Francisco. En 1342 instituyeron la Custodia de Tierra Santa y el 14 de febrero de 1421 establecieron los comisarios de Tierra Santa para apoyar concretamente a esta misión de la Orden y de la Iglesia.
Queremos rezar por nuestros hermanos los comisarios de Tierra Santa y por sus colaboradores, un centenar en 60 países del mundo, para que continúen dando a conocer y amar la Tierra Santa, los bienes espirituales de los que es depositaria y a los fieles locales, que son los herederos y descendientes de las primeras comunidades cristianas. Que nuestros comisarios puedan acompañar pronto de nuevo a los peregrinos para renovar su fe en contacto con el Quinto Evangelio; que puedan seguir siendo el instrumento del que se vale el Señor para hacernos llegar Su providencia a través de la generosidad de los benefactores; que puedan también seguir promoviendo las vocaciones al servicio de esta Tierra Santa, única por el significado que tiene en la historia de nuestra salvación.
Queremos, en esta ocasión, orar con fe también por todos los benefactores y los fieles que en todas partes del mundo son sensibles a las necesidades de la Tierra Santa y de esta misión que se nos ha confiado, por gracia y providencia de Dios. Sabemos que estáis aquí con el corazón, aunque la pandemia todavía impida viajar y venir a los Santos Lugares.
En esta celebración, aquí en el Santo Sepulcro, en el lugar más santo de toda la Cristiandad, en el lugar donde Jesús venció al pecado y a la muerte y nos dio una esperanza real e invencible, queremos una vez más rezar también por el fin de la pandemia, por los enfermos y los que les cuidan, por los muchos pobres que no disponen de medios para curarse, pero también por los pastores y los gobernantes, que tienen que tomar decisiones difíciles por el bien de los fieles, de las personas y los pueblos.
3. Este lugar es el primero que se nos confió: no es solo el lugar más santo de todos, sino también el lugar que da sentido a la vida de cada uno de nosotros, da sentido a la misión de la Iglesia y también a nuestra presencia franciscana en esta Tierra Santa.
En Nazaret, en Belén, en la mayoría de los santuarios que custodiamos, contemplamos a Jesucristo, Dios verdadero y hombre verdadero, y los misterios de su vida; contemplamos su persona en su humanidad y a través de su humanidad llegamos poco a poco a intuir su divinidad, para llegar al Calvario, a pocos pasos de aquí, y reconocer precisamente gracias a su forma única de morir, aquello que reconoció el centurión: “Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios”. En la mayoría de los santuarios que custodiamos contemplamos sobre todo el hecho de que Jesús se vació de su ser Dios para hacerse hombre, siervo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por nosotros, por mí.
4. Aquí, en el edículo vacío, contemplamos lo que contemplaron Pedro y Juan el día de la primera Pascua, es decir, contemplamos los signos de la resurrección de Jesús: la piedra movida y la tumba vacía, las vendas abandonadas, el sudario enrollado y el lienzo caído porque ya no contienen el cuerpo de Jesús, sino solo la imagen impresa de ese hecho físico y al mismo tiempo espiritual que fue la resurrección de la carne de Cristo por obra del Espíritu Santo.
No solo contemplamos lo que vieron Pedro y Juan, sino también lo que María Magdalena, la apóstol de los apóstoles, pudo ver en este jardín: contemplamos al Resucitado. Si en los demás sitios, incluido el Calvario, contemplamos en el hombre Jesús al Hijo de Dios, aquí en el Sepulcro contemplamos en el Hijo de Dios al hombre nuevo que, en su carne ahora transfigurada por el poder del Espíritu Santo, participa de manera personal, con toda su humanidad, en la vida de Dios.
Aquí está la fuente de nuestra esperanza, aquí está el sentido de nuestra vida, la transformación que se nos ha dado y de la que habló el apóstol Pablo con palabras que sirven hoy para nosotros igual que para los primeros cristianos: “Recordad que habéis resucitado con Cristo, y después vivid con la perspectiva de los que han resucitado, no de la gente que aún es prisionera de la muerte. Que vuestros pensamientos, vuestras elecciones, vuestras acciones, revelen que ya participáis de esa vida nueva y divina que Jesucristo nos ha dado con su resurrección. Que vuestros pensamientos, vuestras actitudes y vuestra vida manifiesten que ya vivís en Dios” (cfr. Col 3,1-4).
5. Del encuentro con esta tumba vacía y después con Cristo resucitado no solo nace nuestra esperanza sino que también brota la misión de la Iglesia. Es la misión recibida por Pedro y los primeros discípulos de narrar la vida de Jesús, sus gestos y sus palabras, su pasión, muerte y resurrección y, como nos recuerda el apóstol Pedro en el pasaje de los Hechos, de: “predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados”. (Hch 10,42-43).
Nuestra presencia como custodios de este lugar es ante todo la presencia de quien continuamente contempla este misterio y celebra este misterio. No olvidamos lo que el papa Clemente VI nos pidió cuando nos confió esta misión: nos pidió “morar” aquí, como la Magdalena, que no se alejaba de este lugar; y nos pidió “celebrar misas cantadas y oficios divinos”, es decir, celebrar este misterio para que al celebrarlo continúe siendo fuente de salvación, de esperanza, de renovación y de resurrección para toda la humanidad.
6. Pero nuestra presencia como custodios es también la presencia de quienes viven y alimentan el testimonio original y fundamental de toda la Iglesia, que es el anuncio de que “Jesús, el Crucificado, ha resucitado como había predicho”. Este es el anuncio de María Magdalena, que es el anuncio de quien sabe que el amor es más fuerte que la muerte. Este es el anuncio de Pedro y sus sucesores, que tienen la tarea de confirmar a los hermanos en la fe, de animarlos en la esperanza y mantenerlos unidos en la caridad. Este es el anuncio que todo discípulo de Jesús está llamado a hacer, sin miedo, con franqueza y libertad, hasta los confines de la tierra, hasta el fin de los tiempos. Porque este es el anuncio que salva, que cambia la vida de cada hombre y de cada mujer, que alimenta la auténtica esperanza de cada uno de nosotros, que nos introduce en la misma vida de Dios.
7. Ante el sepulcro vacío, pidamos por el Santo Padre y por todos los pastores de la Iglesia, por nuestros comisarios de Tierra Santa, por los benefactores y por los fieles repartidos por todo el mundo, pidamos por cada uno de nosotros, simplemente esto: saber reconocer en nuestra vida los signos y la presencia de Jesús Resucitado, saber vivir como resucitados y así poder ser testigos de Jesús Resucitado y de la esperanza invencible que ha puesto en nuestros corazones. Así sea
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A cada paso, a cada latido: San Nicolás, peregrino
San Nicolás Peregrino es un niño griego nacido en 1075, que conoció a Jesús con ocho años y al verlo recibió de él la oración de su corazón. Fue venerado como santo por los católicos y permaneció así durante aproximadamente nueve siglos. En 2023, los griegos ortodoxos de Italia lo incluyeron en su calendario litúrgico. Un santo verdaderamente ecuménico, que tiene tanto que decir a los peregrinos que hoy llegan a Jerusalén. Su vida está escrita en el libro de Mons. Natale Albino, diplomático de la Santa Sede.